En la semana santa de 2004 Mel Gibson es
trenaba en medio de una cierta polémica
La pasión de Cristo. Al margen de un regodeo muy morboso en escenas sádicas más próximas a la pornografía que a la espiritualidad, y de que la divinidad de Jesús sea lo único que puede explicar que un ser humano pierda tanta sangre sin morirse mucho antes, la principal curiosidad de la película era la de ser una de las pocas de la historia del cine habladas en latín (existe alguna otra, como
Sebastian de Derek Jarman), y en arameo, una decisión que el director justificó por querer ser muy fiel a los hechos históricos.
Si realmente Gibson hizo un estudio y se documentó en los aspectos lingüísticos, algo de lo que los cineastas siempre alardean en este tipo de producciones, se encontraría ante la dificultad de intentar reconstruir el habla cotidiana de hace miles de años. La tecnología necesaria para registrar la voz humana existe sólo desde finales del siglo XIX. Hasta entonces las palabras se las llevaba el viento y sólo disponemos de los textos escritos para conocer los idiomas del pasado. A través de ellos podemos conocer con bastante exactitud la gramática y la sintaxis de una lengua muerta como el latín, pero ¿y la fonética? ¿podemos saber cómo se pronunciaba?
El caso del latín es privilegiado y excepcional, porque el alfabeto con el que se escribía lo seguimos utilizando en la actualidad (evidentemente evolucionado), porque ninguna otra lengua del pasado ha originado tantísimos documentos escritos, p
orque tras extinguirse como lengua hablada se continuó utilizando como lengua culta durante siglos, y porque ha dado origen a lenguas modernas tan importantes y extendidas en el mundo como el español, el francés y el portugués. Por eso se puede barruntar como sería la pronunciación del
latín clásico (la lengua literaria que se escribía), y también del
latín vulgar (la lengua que realmente se hablaba), pero teniendo en cuenta que ello supone un arduo trabajo de arqueología lingüística realizado a partir de la evolución de las lenguas romances, y sobre todo de los errores ortográficos encontrados en los documentos, que son los más útiles para conocer la fonética. Si alguna gente hoy en día escribe el verbo haber sin hache, imposible con ene en lugar de eme, o confunde la b y la v, es porque no hay una diferencia clara de pronunciación entre esos fonemas; es fácil suponer que estas faltas de ortografía, tan enormemente útiles para los filólogos, no van a aparecer de forma sistemática sino más bien arbitraria, puesto que no todo el mundo comete errores, y los documentos que contienen estos fallos muchas veces se pierden, por lo que siempre habrá que estar al tanto de nuevos descubrimientos que pueden desbaratar teorías anteriores. De ahí que las iglesias católicas de distintos países no se acaben de poner de acuerdo sobre como se pronuncia el latín clásico que se debe utilizar en la misa tradicional.
Estos problemas se multiplican cuando pasamos al arameo, la otra lengua en cuestión. El arameo no era naturalmente una lengua tan fuerte como el latín, por lo que se enc
ontraba tremendamente atomizada en un montón de dialectos, algo fácil de comprender en una época en la que no había medios de comunicación de masas que uniformizaran la lengua, y la mayoría de la población era analfabeta: el compartir un mismo lenguaje escrito es primordial a la hora de estandarizar la lengua. Se tiene muy poca información acerca de la variante concreta de arameo que se hablaba en la región y la época de Jesús. Por otra parte, muchos de los documentos en arameo que se conservan están escritos en alfabeto griego; cuando una lengua tiene que escribirse con la grafía creada para representar los sonidos de otra la transcripción va a ser bastante inexacta y por lo tanto la dificultad para el filólogo a la hora de traducir las letras a sonidos mayor (por poner un ejemplo, a la hora de escribir en alfabeto latino el nombre de Mao, se puede encontrar escrito como
Mao Tse-Tung o como
Mao Ze-Dong; las dos formas son aproximaciones, no del todo exactas, a la pronunciación china correcta). Por si esto fuera poco, los escasos hablantes de arameo que existen en la actualidad hablan lenguas derivadas de los dialectos arameos orientales, mientras que la lengua hablada en Palestina en la época de Jesús era un dialecto occidental. Al no existir lenguas modernas derivadas de este dialecto, es todavía más complicado el reconstruir la fonética del arameo del pasado.
Pero aunque pasáramos por alto la elevada incertidumbre acerca de cómo se pronunciarían el latín y el arameo en la
Palestina del siglo I, lo cierto es que estas lenguas eran solo dos de las cuatro que convivían allí en aquel momento. Las otras eran el hebreo, lengua de prestigio entre los judíos, y sobre todo el griego, lengua franca en toda la parte oriental del imperio romano. El latín probablemente era sólo utilizado por los soldados romanos entre sí, mientras que la población local emplearía el griego para dirigirse a ellos. Es harto improbable que Jesús supiera latín.
Con esto no quiero decir que Mel Gibson debiera haber rodado su película en griego y arameo, en lugar de latín, sino más bien que es absurdo y caprichoso hacer hablar a unos actores ya de por sí limitados, como Jim Caviezel y Monica Bellucci, en unas lenguas que no conocen, haciendo que sus interpretaciones pierdan la poca verosimilitud que pudieran haber tenido, cuando sus palabras ni siquiera se van a corresponder con la realidad de la época en la que transcurre la película. Claro que lo más divertido del asunto fue ver a cantidad de espectadores de los que no se acercan ni muertos por una sala de versión original porque no soy capaz de ver la imagen y leer subtítulos al mismo tiempo haciendo cola para ver una película ¡en latín! simplemente porque Mel Gibson quiso dárselas de director culto. Cosas veredes.