Hace ya algún tiempo escribí una entrada sobre la luna, centrándome en las historias de hombres lobo y los temas esotéricos vinculados con nuestro satélite. Hoy retomo este tema, no por el estreno de ninguna película, sino porque tengo en el salón un poster de La mujer en la luna de Fritz Lang con un bonito cohete y esto me trae a la mente con mucha frecuencia un artículo, o tal vez un libro, que leí hace tiempo.
Contaba como, muy poco antes de que Mélies rodara su Viaje a la luna en los albores del cine (1902; se trata de la película que incluye la famosa escena de nuestro satélite con un cohete incrustado en el ojo), se pensaba que un viaje espacial de esas dimensiones era sencillamente imposible según los físicos de aquel tiempo. Para poder enviar algo a la luna, el problema no era la distancia; de hecho, por entonces Einstein todavía no había planteado que es imposible superar la velocidad de la luz e imaginarse un medio de transporte de velocidad infinitamente grande no suponía vulnerar ninguna ley física, pero sí era un serio problema el cómo librarse de la gravedad terrestre.
Si tiramos un objeto al aire, sabemos que ascenderá durante un rato pero la fuerza de la gravedad lo hará caer. La altura que logra alcanzar está en función de la velocidad con la que parta; existe una velocidad tan alta, que lanzando nuestro objeto a dicha velocidad, cogería tanta altura que lograría alejarse lo suficiente para que la gravedad terrestre dejara de influir sobre él; en ese caso ya no regresaría a la superficie terrestre sino que se quedaría en órbita. Esta velocidad límite se llama velocidad de escape y se estima en algo más de 11 kilómetros por segundo, que no está nada mal, pero que es insignficante comparada con la de luz, de ahí que ésta pueda salir al espacio exterior sin problema.
Pero alcanzar esa velocidad de escape es imposible, protestaban los físicos de finales del XIX; el disparo necesario para lanzar algo a esa velocidad, no digamos una nave de ciertas dimensiones, destrozaría cualquier material.
Si tiramos un objeto al aire, sabemos que ascenderá durante un rato pero la fuerza de la gravedad lo hará caer. La altura que logra alcanzar está en función de la velocidad con la que parta; existe una velocidad tan alta, que lanzando nuestro objeto a dicha velocidad, cogería tanta altura que lograría alejarse lo suficiente para que la gravedad terrestre dejara de influir sobre él; en ese caso ya no regresaría a la superficie terrestre sino que se quedaría en órbita. Esta velocidad límite se llama velocidad de escape y se estima en algo más de 11 kilómetros por segundo, que no está nada mal, pero que es insignficante comparada con la de luz, de ahí que ésta pueda salir al espacio exterior sin problema.
Pero alcanzar esa velocidad de escape es imposible, protestaban los físicos de finales del XIX; el disparo necesario para lanzar algo a esa velocidad, no digamos una nave de ciertas dimensiones, destrozaría cualquier material.
Parecía que la posibilidad de la existencia de los selenitas, los habitantes de la luna, se mantendría siempre en la incógnita. Incluso cuando ya se había inventado el motor de explosión, muchos científicos eran incapaces de ver la solución al problema cuando la tenían prácticamente delante de sus narices: el cohete.
Efectivamente, es muy problemático conseguir proporcionar de golpe toda la energía para burlar la gravedad terrestre, pero se puede usar un motor cohete, que de forma esquemática no es más que una variante de un motor de automóvil, que vaya suministrando poco a poco esa energía durante el ascenso de la nave espacial. Este motor obtiene su fuerza de la expulsión de gases que se queman en su interior, o más raramente en el exterior del motor.
A pesar del uso de motores muy similares al del cohete en los aviones, basados en el mismo principio físico, el enigma de los selenitas no se resolvería hasta que a finales de los años 50 del pasado siglo los soviéticos fotografiaron la cara oculta de la luna, que resultó ser tan aburridilla como la ya vista. Pero el caso es que la realidad muchas veces supera, no sólo a la ficción, que por supuesto, sino a las convicciones de algunos hombres de ciencia de su época.
Efectivamente, es muy problemático conseguir proporcionar de golpe toda la energía para burlar la gravedad terrestre, pero se puede usar un motor cohete, que de forma esquemática no es más que una variante de un motor de automóvil, que vaya suministrando poco a poco esa energía durante el ascenso de la nave espacial. Este motor obtiene su fuerza de la expulsión de gases que se queman en su interior, o más raramente en el exterior del motor.
A pesar del uso de motores muy similares al del cohete en los aviones, basados en el mismo principio físico, el enigma de los selenitas no se resolvería hasta que a finales de los años 50 del pasado siglo los soviéticos fotografiaron la cara oculta de la luna, que resultó ser tan aburridilla como la ya vista. Pero el caso es que la realidad muchas veces supera, no sólo a la ficción, que por supuesto, sino a las convicciones de algunos hombres de ciencia de su época.