30 marzo 2009

Cohetes y selenitas

Hace ya algún tiempo escribí una entrada sobre la luna, centrándome en las historias de hombres lobo y los temas esotéricos vinculados con nuestro satélite. Hoy retomo este tema, no por el estreno de ninguna película, sino porque tengo en el salón un poster de La mujer en la luna de Fritz Lang con un bonito cohete y esto me trae a la mente con mucha frecuencia un artículo, o tal vez un libro, que leí hace tiempo.

Contaba como, muy poco antes de que Mélies rodara su Viaje a la luna en los albores del cine (1902; se trata de la película que incluye la famosa escena de nuestro satélite con un cohete incrustado en el ojo), se pensaba que un viaje espacial de esas dimensiones era sencillamente imposible según los físicos de aquel tiempo. Para poder enviar algo a la luna, el problema no era la distancia; de hecho, por entonces Einstein todavía no había planteado que es imposible superar la velocidad de la luz e imaginarse un medio de transporte de velocidad infinitamente grande no suponía vulnerar ninguna ley física, pero sí era un serio problema el cómo librarse de la gravedad terrestre.

Si tiramos un objeto al aire, sabemos que ascenderá durante un rato pero la fuerza de la gravedad lo hará caer. La altura que logra alcanzar está en función de la velocidad con la que parta; existe una velocidad tan alta, que lanzando nuestro objeto a dicha velocidad, cogería tanta altura que lograría alejarse lo suficiente para que la gravedad terrestre dejara de influir sobre él; en ese caso ya no regresaría a la superficie terrestre sino que se quedaría en órbita. Esta velocidad límite se llama velocidad de escape y se estima en algo más de 11 kilómetros por segundo, que no está nada mal, pero que es insignficante comparada con la de luz, de ahí que ésta pueda salir al espacio exterior sin problema.

Pero alcanzar esa velocidad de escape es imposible, protestaban los físicos de finales del XIX; el disparo necesario para lanzar algo a esa velocidad, no digamos una nave de ciertas dimensiones, destrozaría cualquier material.

Parecía que la posibilidad de la existencia de los selenitas, los habitantes de la luna, se mantendría siempre en la incógnita. Incluso cuando ya se había inventado el motor de explosión, muchos científicos eran incapaces de ver la solución al problema cuando la tenían prácticamente delante de sus narices: el cohete.

Efectivamente, es muy problemático conseguir proporcionar de golpe toda la energía para burlar la gravedad terrestre, pero se puede usar un motor cohete, que de forma esquemática no es más que una variante de un motor de automóvil, que vaya suministrando poco a poco esa energía durante el ascenso de la nave espacial. Este motor obtiene su fuerza de la expulsión de gases que se queman en su interior, o más raramente en el exterior del motor.

A pesar del uso de motores muy similares al del cohete en los aviones, basados en el mismo principio físico, el enigma de los selenitas no se resolvería hasta que a finales de los años 50 del pasado siglo los soviéticos fotografiaron la cara oculta de la luna, que resultó ser tan aburridilla como la ya vista. Pero el caso es que la realidad muchas veces supera, no sólo a la ficción, que por supuesto, sino a las convicciones de algunos hombres de ciencia de su época.

16 marzo 2009

Miniensayo sobre la ceguera

Acaba de estrenarse entre nosotros A ciegas, la adaptación de la famosa novela de José Saramago Ensayo sobre la ceguera. Se trata de un relato un tanto infilmable por tratarse de una historia sobre ciegos, algo muy difícil de adaptar a un arte tan visual como el cine. La novela habla de una ceguera blanca en la que el ciego no se mueve en la oscuridad sino en una saturación de luz que le impide distinguir formas y que además es altamente contagiosa. Naturalmente se trata de una narración alegórica sobre la condición humana y los regímenes dictatoriales que no pretende tener verosimilitud científica, pero hay un punto que sí es correcto, y es que se puede estar ciego sin tener ninguna enfermedad ocular, es decir, con los ojos perfectamente sanos: es lo que se llama la ceguera cortical.

Esta enfermedad consiste en un deterioro en la parte del cerebro encargada de transformar en imágenes los impulsos eléctricos que llegan por el nervio óptico. Los ojos son simples cámaras fotográficas que envían una información óptica, pero es el cerebro el que realmente ve. Generalmente la ceguera cortical no es total, sino que permite distinguir entre luz y oscuridad y entre quietud y movimiento. Por lo tanto, si los ciegos de la novela de Saramago y de la película sufren ceguera cortical, como parece indicar el hecho de que no tengan daños en los ojos, su enfermedad no sería tan aparente, puesto que serían capaces de andar sin chocar con los objetos y de fijar la mirada en la dirección de estos o de una persona que se mueve. Esto ayudaría a que la esposa del médico, la única vidente en un mundo de ciegos, interpretada por Julianne Moore en la película, pueda disimular más fácilmente y no ser descubierta en su impostura.

Esta ceguera cortical o cerebral va muchas veces acompañada de alucinaciones ópticas, falsas imágenes que el paciente cree ver. Esto le hace ser con frecuencia inconsciente de su ceguera, como le ocurre a la protagonista de Molly Sweeney, una obra del dramaturgo irlandés Brian Friel sobre una joven ciega de nacimiento que recupera la vista. Frente a los melodramas en los que todo es maravilloso una vez que la chica se ha operado, este relato ahondaba en las dificultades de la reeducación de quien tiene que volver a aprender a desenvolverse en un mundo totalmente distinto a aquel en el que se ha criado. Aunque la recuperación de los ojos de la protagonista sea total, el cerebro tiene muchos problemas a la hora de interpretar lo que ve y, cuando Molly vuelve a ser ciega, no sabe que lo es.

Creo que era en Jennifer 8, uno de los múltiples thrillers con chica invidente, en esta ocasión Uma Thurman, donde se decía que es mentira que los ciegos tengan un sexto sentido. Naturalmente al faltar la vista hace falta poner más atención a los sonidos y al tacto, igual que quien tiene que andar con muletas acaba teniendo los brazos más fuertes que la media, pero se trata de una cuestión de reeducación, no del desarrollo de un sexto sentido.